La Ceremonia

     La afilada hoja de metal se abrió paso en la carne con suavidad. Las manos del hombre se movían con la seguridad y precisión que los años de práctica le habían conferido. Dejó a un lado el bisturí y cogió la sierra para huesos. El sonido que produjo el metal contra las costillas le arrancó una sonrisa; adoraba su trabajo.
    La puerta del sótano se abrió y entraron dos hombres vestidos con túnicas negras y las cabezas cubiertas con capuchas que proyectaban sombras ocultando sus rostros.
     -El maestro quiere saber si está todo listo -dijo el más alto de los dos.
    -Casi -contestó mientras dejaba la sierra junto al resto del instrumental. -Me faltan un par más y habré acabado.
     Tiró con fuerza de las costillas y éstas se separaron del esternón con un crujido.
    -Debes darte prisa, la ceremonia está a punto de empezar y no debemos hacer esperar a nuestro invitado.
    -Pues en lugar de quedaros ahí mirando, ayudadme -dijo mientras extraía el corazón de la caja torácica. -Acércame esa bandeja -añadió mientras señalaba con la cabeza una fuente de metal con cuatro corazones en ella.
     -Está bien. Tú, novato, acércale la bandeja.
    El acólito se aproximó a la mesa a regañadientes mientras murmuraba y tomó con cuidado la pieza metálica que contenía los órganos. Se aproximó al hombre que colocó la víscera recién extraída junto al resto.
   -Si nuestro invitado no se los acaba todos -dijo mientras se giraba y volvía a dejar el recipiente sobre la mesa, -¿Puedo comer un corazón?. Siempre tuve curiosidad por probar uno humano.
    Durante unos segundos nadie dijo nada. No le hizo falta darse la vuelta para saber que la mirada de los dos hombres se había clavado en él.
    -Lo siento -dijo con timidez mientras agachaba la cabeza. -¿Necesitas algo más?.
    -Acércame otro cuerpo de la cámara frigorífica. Ah, y una cosa más.
    -¿Si?
    -Cierra la boca o el siguiente corazón que sirva será el tuyo.
   -Sí, señor... -dijo para sí mientras se dirigía a la puerta de la cámara. -Algún día... ¡Oh, sí!... Algún día...
    Arriba, en el salón, una decena de personas ataviadas con negros hábitos ultimaba los detalles de la ceremonia ante la atenta mirada del maestro. En el centro de la habitación había pintados dos grandes círculos concéntricos con tiza blanca. Entre ellos, uno de los miembros de la congregación dibujaba unos extraños símbolos a lo largo de su perímetro. Una vez hubo finalizado, el maestro se acercó, contempló la obra con detenimiento y satisfecho con el trabajo dio la orden para empezar. A medida que iban acabando sus quehaceres, cada una de las personas tomaba posición alrededor de los círculos y empezaba a recitar en voz baja una extraña letanía.
   Las puertas del salón se abrieron y por ellas entraron los tres hombres que venían del sótano portando la bandeja con los corazones. La depositaron sobre un pequeño altar al fondo de la sala y tomaron posiciones con sus compañeros uniéndose al cántico. El maestro abrió entonces un enorme libro, y empezó a leer en voz alta en un idioma que a oídos de cualquiera sonaría incomprensible, una lengua que recordaba algo remoto, ancestral. Pero sobre todo, retorcido y perverso.
    Mientras las palabras resonaban por la sala, un pequeño agujero se abría en el suelo, justo en el centro de los círculos. Con cada palabra que el maestro pronunciaba crecía, y su interior era tan oscuro que el más profundo de los negros palidecería en comparación. De él emanaba una niebla negra que poco a poco iba cubriendo el suelo, confinada dentro de los límites impuestos por las circunferencias de tiza. Y entonces, justo cuando la lectura finalizó, una figura emergió de las tinieblas. La forma recordaba de una manera vaga a un humano al que le sobraran unos cuantos pares de extremidades. Su piel era lisa y oscura, como el caparazón de una cucaracha, y estaba recubierta por un fluido viscoso, una especie de baba transparente y brillante. De la cabeza informe brotaban de modo anárquico una decena de protuberancias de varios centímetros de longitud a modo de cornamenta, carecía de ojos y una abertura en la parte inferior dejaba ver varias filas de dientes de gran tamaño.
     El maestro sonrió al ver al ser que tenía frente a sí, cerró el libro y se apartó la capucha de la cabeza.
     -¡KRYNOPT!, señor de las profundidades, primigenio del caos. Los aquí presentes te exhortamos a...
   -¡SILENCIO! -la voz de la execrable criatura resonó por toda la habitación. -Así es, hazlo y cumpliré tu deseo -dijo mientras giraba su cabeza en dirección a uno de los integrantes del círculo.
   -¿Qué...? -balbuceó el maestro mientras dirigía su mirada hacia donde supuso que aquel ser apuntaba y vio como uno de sus discípulos borraba con la punta del pie parte del dibujo del suelo. -NOOO... -El grito se transformó en una especie de borboteo cuando una de las zarpas del ser le destrozó la garganta.
    El desconcierto hizo presa en el grupo, algunos intentaron huir, otros se quedaron petrificados en el sitio, incapaces de reaccionar ante lo que estaba sucediendo. La niebla, que hasta el momento estaba encerrada dentro de los círculos, se extendió por todas partes y de ella surgieron garras y tentáculos plagados de afiladas púas que agarraron, desgarraron y atravesaron cuanto encontraban en su camino.     La sangre salpicaba las paredes, los miembros mutilados volaban y los gritos se multiplicaban en una vorágine de horror y destrucción. Cuando todo hubo pasado, la niebla se disipó y solo quedaron el ente surgido de ella y uno de los discípulos. Krynopt se acercó al pedestal donde estaba su ofrenda de corazones, tomó uno de ellos y se lo arrojó al hombre que le contemplaba.
     -¿Es ésto lo que deseabas, mortal? -preguntó.
    -Así es -contestó con una sonrisa demente dibujada en su rostro. -Siempre quise probar uno humano.


Memento Mori

         Yo tenía una casete.
Las palabras flotaban sobre el cuerpo sin vida que tenía frente a él. El detective las observaba tratando de encontrar el sentido a aquella sentencia, preguntándose que había llevado a aquel hombre a escoger esa frase, y no otra, para ser la última que pronunciaría antes de morir. Fijó su mirada en la última palabra, ordenó una selección, y del menú que se desplegó junto a ella escogió buscar. La frase desapareció y en su lugar surgió una representación tridimensional de una pequeña caja de plástico de forma rectangular y con un par de agujeros en ella que la atravesaban. El texto que la acompañaba indicaba que se trataba de un anticuado dispositivo de almacenamiento de audio y datos sobre una cinta magnética.
El detective apagó el dispositivo, se quito el visor de la cabeza y miró contrariado el cadáver que reposaba apaciblemente en el sillón. No acababa de entender por qué un joven de veinte años, justo antes de quitarse la vida, había dedicado sus últimos pensamientos a un sistema de almacenaje que hacía más de doscientos años que no se usaba. Se dirigió hacia su vehículo y una vez dentro volvió a ponerse el visor, enlazó con la interfaz del automóvil y lo programó para que lo llevara a casa. El coche se elevó unos centímetros del suelo sobre el colchón de antigravedad y se puso en movimiento.
-Detective Gaff, 14522W, iniciando reporte, caso 22311113/156. Tras efectuar la autopsia virtual, la causa de la muerte es muerte por sobredosis de True Paradise. El escaneo cerebral aporta que la última frase que pronunció el sujeto, J. F. Sebastian, fue: “Yo tenía una casete” -Hizo una pausa, enlazó de nuevo con la interfaz del vehículo para que mostrara los datos sobre el parabrisas y se quitó el visor. La frase seguía dando vueltas dentro de su cabeza. -¿Qué había en esa casete, J. F. Sebastian? ¿Por qué era tan importante para ti?.

El vehículo se detuvo frente a un viejo edificio en uno de los suburbios del sur de la ciudad. Gaff se bajó y se dirigió hacia el portal. Extrajo de uno de los bolsillos de su chaqueta unas llaves y buscó la correspondiente al candado que aseguraba la puerta, lo abrió y entró al vestíbulo. El interior estaba en penumbra y sus ojos tardaron un poco en acostumbrase a la escasez de iluminación. Atravesó el recibidor en dirección al ascensor y abrió las rejas de metal que hacían las veces de puerta. Hubo un tiempo en el que vivían más personas en el inmueble, ahora solo estaba él. Poco a poco los antiguos inquilinos fueron dejando el lugar, pero a Gaff le gustaba aquel sitio y por mucho que le dijeran que era deprimente y que cualquier día se caería de viejo, no pensaba en abandonarlo. El ascensor se detuvo en la tercera planta con un chirrido metálico.
Tras tomar una ducha y calentar algo de comida precocinada para cenar, se preparó una copa y se dejó caer en el sillón. Activó la pantalla, sincronizó los datos de su dispositivo portátil con el equipo doméstico y el informe que estaba escribiendo apareció en el monitor. Estuvo tentado de cerrar el caso; el protocolo de la policía dictaminaba que los asuntos de suicidio se archivasen sin más investigación y este parecía uno de ellos. Sin embargo, había algo en ese asunto que no le encajaba. Tomó un trago y jugueteó con el vaso entre sus manos pensativo.
-Activa grabación de escáner cerebral. Inicia. -Observó con detenimiento los últimos cinco minutos de pensamientos del joven. Eso era todo, hasta ahí llegaba la tecnología de escaneo, tan solo cinco minutos. En muchos casos era más que suficiente, pero en éste sólo eran los desvaríos de una mente trastornada por las drogas. Tomó otro sorbo de la bebida y se quedó contemplando de nuevo la última frase. Yo tenía una casete. Estaba seguro de que algo se le escapaba.
-Vuelve al principio. Mitad de velocidad. Inicia. -Las imágenes se sucedían con lentitud. Una cabaña en mitad de un valle cubierto de flores de múltiples colores, luciérnagas danzando en la oscuridad, luces caleidoscópicas... No quedaba duda de que, al menos, había sido una muerte placentera.
-¡Para!. Atrás a un cuarto de velocidad. ¡Para!. -En pantalla se quedó fija con la imagen en primer plano de un hombre con expresión de pánico. -Vaya, vaya. ¿Y tú quién eres?. Activar búsqueda.
Mientras el sistema realizaba la búsqueda se levantó y se sirvió otra copa. En la pantalla junto a la imagen congelada se iban sucediendo a gran velocidad las fotografías de los archivos de la policía. Tras unos minutos procesando apareció una coincidencia.
-L. Kowalski. Tráfico de drogas, asalto con violencia, violación, posesión ilícita de armas. Vaya, eres todo un personaje -dijo Gaff. -Creo que es hora de que te haga una pequeña visita.

Un par de horas más tarde, el pie derecho del detective Gaff impactaba con violencia contra el estómago de un maltrecho L. Kowalski. Agarrándole por las solapas de la chaqueta Gaff le levantó del suelo y le empujó contra la pared del callejón.
-J. F. Sebastian -dijo Gaff. -Le vendiste True Paradise y ahora está muerto.
-Está bien, está bien -articuló a duras penas Kowalski y escupió la sangre que se acumulaba en su boca. -Yo le vendí la droga, pero eso es todo. No tengo nada que ver con su muerte.
-¿No?. Pues murió de una sobredosis por la mierda que tú le vendiste y resulta que apareces en su escáner. Así que creo que estás bien jodido, amigo.
-Mierda -masculló. -Vale, sí, estuve en su casa. El tipo me llamó porque quería hacer una compra y fui a verle. Me pilló toda la mercancía que llevaba encima y me pagó bien por ella. Antes de irme le pregunté si podía usar su baño. Cuando salí el muy imbécil se la había metido toda. Es la verdad, puedes preguntarle al otro tío que estaba con él.
-¿Qué otro tío?
-No lo sé. Era su médico personal, o algo así. Dijo que él se encargaba, que estuviera tranquilo. Pero amigo, aquel tío se había metido una sobredosis y estaba flipando de lo lindo. Así que salí de allí corriendo.
Graff le observó tratando de averiguar si lo que le había contado era verdad o se estaba inventando un cuento para tratar de librarse del problema en el que estaba metido.
-Bien, ahora me lo vas a contar de nuevo de camino a la comisaría. Y no te guardes ningún detalle, quiero que me digas todo lo que sepas de ese otro tipo.
La información que Kowalski le proporcionó no le servía de mucho. Nunca había visto al hombre que acompañaba a Sebastian hasta ese día, y tampoco se había fijado muy bien en él. Sólo pudo darle una vaga descripción: un hombre menudo de edad avanzada, con gafas y de origen asiático. Gaff volvió a casa con la sensación de haber llegado a un callejón sin salida. Estaba casi seguro de Kowalski decía la verdad, pero seguía sin saber que había llevado a Sebastian a tomar esa cantidad de droga y poner fin a su vida, ni por qué era tan importante para él aquella casete que mencionaba. Demasiadas preguntas y muy pocas respuestas. Y la única persona que podía saber algo más al respecto, era un desconocido. Decidió acostarse y volver al día siguiente al apartamento de Sebastian por si había pasado algo por alto.
A la mañana siguiente se despertó agitado por un sueño. Estaba de vuelta en el apartamento observando el cuerpo de Sebastian, con la última frase de éste flotando sobre él. Entonces se levantaba del sofá y se le acercaba poco a poco. Los ojos sin vida mirando al infinito parecían atravesarle, como si no estuviera allí. Alzaba las manos en tono de súplica y repetía la frase con la que había terminado su existencia. La repetía una y otra vez mientras se le aproximaba. Gaff quería correr, escapar de aquel joven, pero era incapaz de mover un solo músculo. Solo podía permanecer allí de pie, viendo como aquel implorante ser se iba aproximando. Se levantó de la cama y se dirigió directo a la ducha. Permaneció bajo el chorro de agua durante varios minutos, dejando que resbalase por su cuerpo, en un vano intento de que se llevara consigo el recuerdo de aquel mal sueño.

La habitación permanecía tal y como estaba el día anterior. La única diferencia era que el cuerpo ya no estaba en ella. Miró con detenimiento por toda la sala, buscando sin éxito algo que le pudiera ayudar en el caso. Contrariado se sentó en el sillón que había ocupado la víctima hasta hacía unas horas. Frente a él había un armario y cerca de una de las esquinas vio unas pequeñas marcas en el suelo. Se acercó y comprobó que eran arañazos, como los que dejaría alguien que hubiera arrastrado el armario para alejarlo de la pared. Sacó el visor de su chaqueta y se lo puso. Observó con detenimiento el mueble en busca de huellas, pero si alguien lo había movido recientemente se tomó la molestia de borrarlas. Metió las manos entre el fondo y la pared y lo apartó para ver detrás. En la parte posterior del armario había una marca rectangular de distinto tono al resto. Parecía que allí había estado algo pegado durante bastante tiempo. Otro callejón sin salida. O eso parecía hasta que bajo la vista y encontró un pelo en el suelo.
De vuelta en el coche colocó el pelo sobre la bandeja de análisis del salpicadero. Unos segundos más tarde, la fotografía de un hombre asiático apareció en el parabrisas junto con sus datos personales.
-Señor Chew, al fin nos conocemos -dijo Gaff con una sonrisa en el rostro.

Chew trabajaba en una importante compañía de alta tecnología que tenía sus oficinas en el centro. En recepción le informaron de que podía encontrarle en el laboratorio de I+D, planta -3. Bajó los tres pisos y entró en una sala refrigerada. A la entrada había varios abrigos, tomó uno y se lo puso, el frío que hacía era tan intenso que la escarcha se acumulaba sobre los aparatos que plagaban la sala. Al fondo un hombre menudo miraba absorto por un microscopio.
-¿Doctor Chew?. Soy el detective Gaff, me gustaría hacerle unas preguntas -El hombre se giró y le miró. Si estaba sorprendido por la visita lo disimulaba muy bien.
-Es por Sebastian, ¿verdad?. Esperaba que este momento no llegara nunca, debo felicitarle detective, es usted mucho mas eficiente de lo que esperábamos. Si me acompaña trataré de explicarle todo. -Chew se levantó y se dirigió hacia un pequeño despacho.
Ambos se quitaron los abrigos y los dejaron a la entrada. Chew tomó asiento tras la mesa y le indicó con un gesto de la mano una silla frente a él.
-Verá, detective, todo esto es un asunto bastante complejo. Creo que la mejor persona para aclararlo es el propio Sebastian. Un día, hará un par de años, apareció por aquí pidiendo mi ayuda y me contó la historia más inverosímil que haya oído hasta ahora. -Abrió un cajón del escritorio, sacó un cristal de datos y se lo ofreció a Gaff. - Ahí tiene todo lo que necesita saber.
Gaff tomó el cristal, lo miró al trasluz y pudo ver el retrato de Sebastian. Sacó su visor y lo colocó encima de la mesa de forma que pudiera proyectar la grabación sobre una de las paredes del despacho.
-¿Sabía que ese aparato fue uno de mis primeros diseños? -preguntó Chew. -Resulta irónico que gracias a él haya dado conmigo.
Gaff no contestó, se limitó a mirarle e introducir el cristal en una ranura. La imagen fija de Sebastian apareció en la pared.
-Inicia reproducción -ordenó Gaff.
-Mi nombre es J. F. Sebastian -comenzó la grabación. -Lo es ahora, en este cuerpo, pero no siempre fue así. Hace años, más de los que consigo recordar, mi nombre no era ese. Soy... era un científico bastante importante en mi tiempo. En una de mis investigaciones desarrollé un método que permitía obtener y almacenar los recuerdos de una persona. Lo llamé escaneo cerebral. En la actualidad esa tecnología está limitada por razones éticas a unos pocos minutos. Yo mismo me encargué de ello antes de darla a conocer al público, pero no siempre fue así. Cuando la implementé no tenía ningún tipo de restricción, podía leer y guardar toda la información contenida dentro de un cerebro. No sólo eso, también fui capaz de traspasar esa información a un cerebro nuevo. En pocas palabras, hallé la inmortalidad. Desde entonces hasta el día de hoy, he estado prolongando mi vida a lo largo de más de doscientos años, usando como contenedores los cuerpos de otras personas. Cuerpos de personas cuya desgraciada existencia estaban dispuestas a abandonar y que me cedían para que yo prolongara la mía. Sé que suena monstruoso y esa es la razón de que limitara la tecnología del escaneo antes de darla a conocer al mundo. ¿Por qué no dejé de usarla yo mismo entonces? Porque no quería morir, porque me daba miedo esa posibilidad. Es un dilema ético importante, usar el cuerpo de otra persona como el que se cambia de chaqueta. Pero si tuvieras la opción de prolongar tu vida, ¿la rechazarías?...-Sebastian agachó la cabeza y miró pensativo el suelo durante unos segundos. Finalmente volvió a levantar la mirada y continuó. -Al principio todo fue bien, los primeros cambios fueron un éxito, pero a medida que el tiempo pasaba y los recuerdos se acumulaban el proceso se fue complicando. Cada vez me resultaba más difícil establecer de forma correcta las conexiones y los recuerdos se solapaban, algunos se volvían confusos y otros, simplemente, desaparecían. -Gaff pausó la grabación.
-¿Pretende que me crea que ésto es posible? -preguntó Gaff.
-Yo tampoco le creí al principio, cuando apareció en mi despacho un día con esta grabación. Pero sentía curiosidad, así que le seguí el juego. Hace unos veinte años había conocido en persona al científico que desarrolló la tecnología del escaneo. Nos hicimos buenos amigos y compartimos muchos momentos juntos. Así que le empecé a hacer preguntas a Sebastian sobre situaciones y cosas de su vida personal que tan sólo él podía saber.
-¿Y le convenció?
-No me quedó ninguna duda de que eran la misma persona, sólo que yo le había conocido como el doctor Tyrell.
-Me cuesta trabajo creerme todo ésto. Trasvase de memorias, la vida eterna... me parece más un relato de ciencia ficción.
-Sí, es difícil de asimilar, le entiendo. A mí me ocurrió igual, así que le pedí más pruebas y me llevó a su casa. Me indicó que buscara tras un armario que tenía en el salón. Y encontré ésto -Chew abrió un cajón y sacó un sobre que dejó sobre la mesa. Gaff lo abrió y extrajo el contenido sobre ella. Había varias hojas con informes de diferentes personas, entre ellas estaban la del doctor Tyrell y la de J. F. Sebastian, pero sus nombres eran diferentes. También había algunos objetos personales, varias fotografías, una de ellas mostraba a Chew y a otro hombre, que dedujo debía de ser el doctor Tyrell, junto a una cabaña. Y, por último, una caja rectangular de plástico que llamó su atención. La cogió y la abrió, en su interior había una casete.
-Es un objeto curioso, ¿verdad? -comentó Chew.
-¿Sabe lo que contiene?, ¿ha podido leer los datos?
-Oh, no. No tengo el material adecuado para reproducirlo, y aunque así fuera, me temo que hace años que su contenido se ha perdido. Pero si lo desea puede escuchar alguna de las canciones.
-¿Canciones? -preguntó Gaff.
-Sí. Hace tiempo yo sentí la misma curiosidad que usted y realicé una pequeña investigación. Al parecer se trata de la banda sonora de una película que fue bastante famosa a finales del siglo XX. ¿Quiere escucharla?.
-Sí, me gustaría oírla. -Chew tocó una de las esquinas de la mesa y sobre su superficie apareció un menú. Realizó una serie de selecciones y los primeros acordes de “Love theme” de Vangelis empezaron a sonar.
-Esta es mi favorita -dijo Chew.
Mientras seguía sonando la canción, Gaff puso en marcha la grabación de Sebastian.
-Durante todos estos años he visto muchas cosas y olvidado aún más. Apenas recuerdo los rostros de las personas a las que más he querido, ni los lugares donde más feliz he sido. Cuando tomé la decisión de perpetuar mi vida hasta más allá de lo que cualquier ser humano haya soñado, no tuve en cuenta las repercusiones de ello. Y ahora, de una manera cruel, el destino me ha abierto los ojos. No deseo seguir adelante, mi querido Chew. No si todo cuanto he sido va a ir desapareciendo de mi cabeza de forma irremediable. Creo que mi momento ha llegado, es hora de dar punto final a mi existencia. Antes de que sea demasiado tarde y ya no recuerde nada de la persona que fui. Y por eso que me dirijo a ti, para pedirte un último favor. No quiero morir como he vivido la mayor parte de mi vida, en soledad. Por favor, te pido que me acompañes en mis últimos momentos. -La grabación finalizó y los dos hombres permanecieron en silencio mientras continuaba sonando la melodía de la canción.
-¿Va a detenerme? -preguntó Chew después de un rato.
-No. No ha cometido ningún delito, solo acompañar a un buen amigo en su último día. Además, ¿cree que alguien se creería algo de todo ésto?.


Esa noche, mientras se tomaba una copa en su casa, Gaff puso la música que había pedido a Chew que le grabara y escuchó cada tema con atención. Ahora entendía aquella última frase que durante esos días le había obsesionado, al igual que entendía la razón por la que J. F. Sebastian, el doctor Tyrell o como se llamase aquel hombre en realidad, había decidido quitarse la vida. Abrió el expediente del caso, hizo una serie de modificaciones y lo cerró como suicidio. A nadie le importaba aquella historia y lo mejor para todos es que cayera en el olvido. Al igual que los momentos de la vida de Sebastian, con el tiempo desaparecería. Como lágrimas en la lluvia.  

El diario

LUNES 8
Hoy me ha vuelto a apetecer matar. Nada refinado y preciso como otras veces. Solo matar. Saltar por encima de la mesa, caer sobre mi presa como un león y arrancarle la yugular de un mordisco. Sin más.
No es la primera vez que me sucede, pero sigue siendo una sensación perturbadora. Tan salvaje. Tan cautivadora. En esos momentos, apenas consigo reprimir ese impulso asesino. Pero no es mi estilo. Sencillamente no puedo hacerlo. No así.

MARTES 9
Ha vuelto a pasar. He tenido que salir corriendo del café en el que me encontraba. Ya son dos días consecutivos, tal vez debería planear un evento. Hace tiempo que no lo hago y quizá logre aplacar esta ansia animal que me consume.

VIERNES 12
Llevo dos días encerrado en casa preparando el evento. Me ha sentado bien hacerlo. Un poco de recogimiento siempre viene bien, es como el descanso del guerrero antes de la batalla.
Esta noche empezaré a buscar un objetivo.

SÁBADO 13
Ya he escogido la presa: varón. 32 años. 1,70 de estatura. Complexión delgada. Pelo corto y negro. Tez morena, ojos castaños. Tímido. Solitario. Vive solo en un apartamento de un barrio de las afueras y trabaja de dependiente en una tienda de fotografía. Los viernes le gusta ir a cenar a un restaurante chino situado a dos calles de su casa. Rollitos de primavera, fideos chinos fritos con gambas y pollo rebozado con almendras que nunca llega a acabarse. Café con leche y un chupito de licor de flores al que siempre le invitan y que acepta por compromiso, aunque en el fondo, estoy seguro de que es el mejor momento de la noche para él. Ese puntito rebelde que le da el alcohol. Pobre infeliz.
A veces, me resulta increíble la cantidad de información que se puede obtener de alguien con tan solo escucharle. Especialmente de los tímidos. Están tan necesitados de contacto, tan ávidos por relacionarse, que en cuanto les das pie a ello, te cuentan toda su vida mientras os tomáis unas cervezas. Es tan sencillo que a menudo me pierdo a propósito partes de la conversación solo para ver lo fácil que resulta obtener de nuevo esa información.
Creo que lo haré hoy mismo. Esta noche lo llamaré para tomar unas copas, conseguiré traerlo a casa y luego saciaré mi ansia.
El león sale a cazar.

DOMINGO 14
Todo ha salido perfecto. Tal y como había pensado, incluso mucho más fácil de lo que me había imaginado.
Apareció puntual en el bar en el que habíamos quedado. Charlamos, bebimos y en un determinado momento de la conversación surgió el tema de las drogas. Él me dijo que tenía un poco de maría en su casa y que si quería podíamos ir y fumarnos unos porros. ¿Que si quería?. Aquel pobre idiota me lo estaba poniendo en bandeja. Y todavía resultó mucho más fácil después.
Cuando llegamos a su casa se fue directo a la cocina a por unas cervezas y me dijo que fuera al salón que estaba al final del pasillo. Por supuesto, no lo hice. Lo maté en la cocina, y lo mejor de todo fue la cara de sorpresa que puso cuando me abalancé sobre él. El muy idiota no se lo esperaba.
Después dediqué un tiempo a inspeccionar la casa, y he de reconocer que el tipo se lo montaba bien. Al lado del salón encontré lo que andaba buscando, su habitación de los juegos. Tenía de todo: buena insonorización, un buen surtido de herramientas, plásticos para la sangre, un montón de bolsas de basura para los restos, hasta un armario lleno de pelucas y material de maquillaje. Todo un profesional. Pero lo mejor fue cuando encontré su diario de caza, nunca se me había ocurrido escribir uno. Tal vez lo haga a partir de ahora. De momento, empezaré por finalizar el suyo.
Adiós, querido león, fue un placer conocerte.
Tu indefensa gacela.

Un nuevo comienzo

Resulta curioso, poco tiempo después de cerrar este blog debido a la falta de público, varias personas me preguntaron por él. Cuando les decía que lo había cerrado, la respuesta era siempre la misma: "Pero no debiste hacerlo, ¿qué importa si no entra mucha gente a leerlo?". Y tienen razón, si la gente que lo visita disfruta leyéndolo como yo lo hice escribiendo en él, entonces merece la pena que siga vivo. Por esta razón - que nunca debí olvidar - lo creé y por ello he decidido abrirlo de nuevo. Aunque casi nadie entre, aunque sea objeto de olvido por parte de muchos, vuelve a estar disponible para todos aquellos que estén interesados.
Espero publicar pronto más historias, mientras tanto, un saludo a todos los que me leen. Y mis más profundo agradecimiento a aquellos que me animan a seguir escribiendo.

El soldado

Trató de ponerse en pie pero las piernas no le respondían. Temiendo lo peor bajo la vista hacia ellas y comprobó que aún seguían donde debían estar. Tal vez el golpe al salir despedido por la explosión le había paralizado, quizá el daño estaba ahí pero no era visible. Se las palpó, comprobó aliviado que aún tenía sensibilidad en ellas. Se incorporó levemente y buscó al resto de su compañía. No había nadie a su alrededor, sólo estaba él y los caídos en el campo de batalla. Seguro que le habrían dado también por muerto y habían continuado su avance.
A unos cincuenta metros a la derecha de donde se encontraba vio el cráter generado por el proyectil. Con esfuerzo se arrastró por el suelo embarrado en su dirección. Una de las primeras cosas que había aprendido en el ejército era que un mortero nunca dispara dos veces en el mismo sitio, y por tanto, el lugar más seguro era hacia donde se dirigía. Cuando llegó al borde del agujero se dejó caer en él. El interior estaba lleno de agua. Sintió como el frió le penetraba hasta los huesos. Sabía que no podía permanecer mucho tiempo allí; de noche, en pleno invierno y con las ropas empapadas terminaría por morir congelado. Decidió esperar un poco más a ver si recuperaba la movilidad y se pondría a buscar al resto de sus compañeros. El agotamiento acabó por vencerle poco tiempo después y volvió a perder el conocimiento.

Cuando se recuperó, intentó ponerse de nuevo en pie y comprobó que ésta vez podía hacerlo sin problemas. Salió del hoyo y buscó su brújula para orientarse, finalmente la encontró en uno de los bolsillos de su pantalón. La abrió y comprobó que estaba rota. Posiblemente había caído sobre ella durante la explosión. Se encontraba perdido, sin saber muy bien que dirección tomar. El cielo estaba cubierto de nubes que le impedían ver las estrellas para poder orientarse, podría tomar la dirección equivocada y acabar topándose de frente con el enemigo. Respiró hondo unas cuantas veces para calmarse, cerró los ojos y trató de pensar lo que hacer. Entonces se percató del silencio que le rodeaba. No se oía nada en absoluto, ni una explosión, ni un disparo. Tampoco se oían los habituales gritos de dolor o a los oficiales tratando de imponer el orden en sus subordinados, inmersos en el caos de la contienda. Volvió a mirar en torno suyo y comprobó que tampoco había ningún cuerpo en el suelo. Nada de muertos o miembros cercenados por las explosiones. Parecía estar en otro lugar, como si la guerra no hubiese existido allí jamás. Como si toda aquella locura vivida no fuera nada más que un mal sueño del que se despertaría a la mañana siguiente y los últimos meses separado de su mujer y su hija, pensando día y noche en ellas, llorando su ausencia en la soledad de las trincheras, no hubieran pasado nunca. El sufrimiento, el dolor, la angustia y la muerte que había visto en esa guerra sin sentido no habrían ocurrido jamás, no serían más que el producto de un subconsciente temeroso de perder todo aquello que amaba. Nada más que un mal sueño…

A la mañana siguiente mientras hacía la ronda de recuento de bajas, el cabo J. encontró el cuerpo de un soldado en el orificio provocado por la detonación de un proyectil. Desde ese día, el cabo J. no olvidaría jamás aquella escena. Con toda probabilidad el soldado se habría arrastrado hasta allí, herido por la explosión, en busca de cobijo hasta que el fuego enemigo pasara. Habría caído inconsciente y moriría durante la noche por el frío o las heridas de la metralla. Pero, como después contaría a todo el mundo, lo que nunca podría entender era la incomprensible sonrisa de felicidad que mostraba el rostro de aquel compañero muerto.

Inspiración

“Libera tu talento y atiende, mortal poeta, mi voz. Que sea ésta la fuente que sacie tu sed creadora y a través de ella fluya tu arte inspirado…”
Las palabras de la musa atestaban mi mente mientras sobre la mesa el pergamino seguía en blanco desde hacía horas. Hastiado por su infructífera palabrería alcé mi vista hacia ella y traté de exponer de la manera más sutil que pude mi contrariedad: “Oh musa, tu presencia y tus palabras me llenan de gozo, mas, por más empeño que dedico, no logro alcanzar el arte que tratas de infundirme.”
Apercibiéndose de mi turbación, se aproximó y colocó con cuidado su mano derecha sobre la mía, que en ese momento reposaba sobre el escritorio junto a la pluma y el tintero. “Habla, poeta, expón tu traba y que la vergüenza no te aplaque, pues no es otro mi cometido que el de auxiliarte en tu oficio”.
Por más que cavilaba, no hallaba la forma de comunicar mi molestia sin que al hacerlo, provocara un sentimiento de culpabilidad en ella. Observé su delicada fisonomía, su cuerpo esbelto de perfectas formas próximo al mío, tan bello, tan puro. Y entonces, vi con claridad la solución a mi problema.
Antes de que pudiera percatarse de mis intenciones tomé uno de sus perfectos pechos con mi mano libre y con el tono más sátiro que pude representar, le propuse: “Tal vez si contemplase tu cuerpo al desnudo…”
Sorprendida por mi descaro, la musa sólo fue capaz de manifestar un mohín de desaprobación en su semblante y se evaporó de la sala con tanta celeridad que ni el propio Hermes hubiese sido capaz de alcanzarla.
Al fin solo en mi estancia, hallé la inspiración.

La Fortaleza de Cronos

Tras una dilatada existencia, el fervor con el que espero la muerte ha ido aumentando hasta llegar a convertirse en un irrefrenable deseo. Cada momento de mi vida, si así puede llamarse a este transcurrir agónico, ruego que Ella aparezca ante mi puerta con su manto negro y siegue mi vida con el mortal filo que porta en sus manos.
Cuando fui elegido para ser el protector de la Fortaleza de Cronos, el concepto de inmortalidad gozaba de un significado muy distinto del que posee ahora para mí. Entonces era un joven temeroso del paso de los años y la perpetuidad, por tanto, un regalo con el que los dioses me estaban obsequiando. Con el devenir de los siglos, muchos más de los que puedo recordar, mi percepción al respecto ha cambiado.
Tal y como deseaba en el momento de aceptar mi cargo, conservo la misma apariencia juvenil desde el día que traspasé el pórtico de este baluarte. No obstante, aquellos embaucadores dioses nunca me advirtieron de que mi alma sufriría en total soledad el suceder de los años, ni que mis ojos presenciarían tantos cambios de estaciones, tantas vidas en un solo parpadeo, que incapaces de sobrellevarlo se negarían a seguir viendo. Jamás me señalaron que me convertiría en el guardián ciego de la eternidad, el solitario custodio del infinito que aguarda con ansia la llegada del fin de los tiempos.